Thursday, September 28, 2006

Sendereando por la princesa del palacio de hierro

Por Marina Pérez de Mendiola

Puesto que tenemos el gran privilegio de colaborar junto a figuras relevantes de la crítica literaria mexicana en la codiciada tarea de indagar en la novelística de Gustavo Sainz, quisiéramos intentar aquí una aproximación a La princesa del Palacio de Hierro que confirma la notable hibridez que nos brinda dicha novela. Desde 1974, fecha de publicación de La princesa del Palacio de Hierro, la crítica festejó el desparpajo lingüístico, la aguda ironía y el “maridaje fecundo” entre la palabra escrita y la palabra oral con que Sainz deleitó a sus lectores. La cubierta de la edición de 1985, por ejemplo, glosa los comentarios de diversos lectores, algunos de ellos tan insignes como Vicente Leñero. Cada uno de estos lectores se halla arrebatado con el juego humorístico que ofrece el lenguaje y con la parodia cobijada en el estilo: "Una obra maestra de comicidad" escribiría Rodríguez Monegal. No es nuestra intención caer en el “injusto error” de desestimar el valor lúdico de esta novela o de “solemnizarla”, pero quisiéramos manifestar más bien mi concordancia con Donoso Pareja en que con “La princesa del Palacio de Hierro, Sainz vuelve a la frescura de Gazapo, pero lo hace con un mayor sentido de la estructura novelística y un manejo del lenguaje mucho, muchísimo más serio y hondo, más crítico “ (La princesa 1985 cubierta).

Nos proponemos enfocar este trabajo en el estudio de la noción de “acto de palabra” como proceso constituyente de la subjetividad de la princesa. Aunque el marco teórico referencial en el que estriba nuestro análisis en el marco crítico psicoanalítico (entendemos el psicoanálisis como una “hermenéutica de la sospecha”), nuestro propósito no será el aplicar de manera servil un modelo teórico a una obra literaria. Como lo explicara la crítica Felman en un ensayo sobre el vínculo entre el psicoanálisis y la literatura, no se trata de aplicar al texto una ciencia adquirida, un saber preconcebido, sino de generar implicaciones entre la literatura y el psicoanálisis; de explorar, de sacar a luz y de articular las varias (e indirectas) maneras en que estos dos campos en realidad se informan, cada uno no sólo instruido por el otro, sino también afectado, desplazado por el otro. (traducción nuestra, 8)1

Veamos primero la justificación al acercamiento crítico psicoanalítico a esta novela.

Algunos críticos se han incomodado por lo que han definido como la “actitud egocéntrica” de la joven narradora quien se coloca en el centro de la narración, reduciendo a los demás personajes a gravitar en torno a ella (Hardy 184). Sin duda, su narración parece ser a primera vista equivalente a una actuación discursiva y las palabras de la protagonista suenan con frecuencia como las de un hablador compulsivo. No obstante, si se considera la escasa presencia del personaje femenino como personaje central al mando de las riendas de la narración e identificable con el poder narrativo en las novelas escritas por autores de sexo masculino en México, nos inclinamos a opinar que la auto-centralidad tan discutida de la princesa es más bien una estrategia encomiable y de índole positiva. Presenciamos un esfuerzo genuino de parte del autor por otorgar a la princesa una palabra autónoma sin que tenga que sufrir una dominación lingüístico-narrativa masculina continua. En lo que sigue, trataremos de comprobar que el discurso de la princesa revela un conjunto narrativo de una gran complejidad, así como la expresión de sentimientos y pensamientos que van más allá de una logorrea sin sentido. Para llevar a cabo el examen de la expresión de su Innenwelt—su yo privado—el que le permite iniciar durante el periodo de auto-reflexión el camino de la exploración catártica, optamos por una aproximación psicoanalítica. En efecto, desde que apareció la novela, la mayoría de los estudios en torno a ella se dedicaron a análisis de tipo sociológico o temático.2 La validez y la contribución notable de estas investigaciones al entendimiento de una novela tan experimental como la de Sainz son incontestables. Sin embargo, creemos que este texto ofrece un terreno ideal—aún inexplorado—para reunir cuestiones psicoanalíticas que atañan a asuntos literarios.

En La princesa del Palacio de Hierro, la protagonista es una adolescente nacida y criada en la Cuidad de México, hija de una familia acomodada y cuyo padre, además de ser funcionario de gobierno, está involucrado en actividades ilícitas como el tráfico de drogas. Aunque nunca se menciona el nombre de la narradora-protagonista (ni su apellido) se le da, sin embargo, el apodo de “princesa”. Se nos informa que la narradora tiene unos veinte años y que se casó hace poco, pero no se hace mención al nivel temporal de la historia. El texto que leemos es el de la princesa narrando su adolescencia. La narrativa es fragmentada y el flujo de recuerdos del que se compone la anamnesis (evocación voluntaria del pasado) de la princesa imposibilitan en esta novela la linearidad del relato. Este tiene la apariencia de ser un soliloquio articulado sin testigos. Sin embargo, por mucho que la princesa dirija el relato de su adolescencia a una persona cuya identidad es desconocida y cuya voz nunca se oye, el recipiente de la narración desempeña el papel de oyente exclusivo y su presencia, como lo indican los numerosos pronombres personales de segunda persona singular “tú”, es innegable. Después de varias lecturas, llegamos a la conclusión de que el texto de la novela podría equivaler a la transcripción de las sesiones de la princesa con un psicoanalista (o una persona que desempeñaría tal función)3 En tal situación el texto se presentaría como la materialización del “análisis” psicoanalítico. Si éste fuera el caso, el oyente exclusivo inmediato sería el médico; pero el receptor de la transcripción también está presente en la persona del lector—“the wild analyst”—quien no sólo desempeña el papel de leer sino también el de escuchar—por la oralidad que reviste el texto—la banda sonora sobre la cual la transcripción podría estar basada.

La novela recuerda la situación clínica ya que ésta constituye en sí una experiencia paradójica. Se trata de un diálogo, pero de un diálogo, como lo explicara Lacan, “tan monólogo como lo sea posible ya que el acto de la palabra es el que constituye el ser” (256). Igualmente, las maniobras retóricas de la princesa al narrar su adolescencia se asemejan a las de un paciente durante sesiones terapéuticas. Se vale, por ejemplo, de la fragmentación tan característica del discurso de un paciente que lidia por desenterrar la causa de su angustia y desequilibrio. La narración de la princesa recuerda el caso médico de Fräulein Anna O (Bertha Pappenheim) presentado en el primer estudio de caso Estudios sobre la histeria publicado por Freud y Breuer en 1895. La importancia del caso de Anna O, estriba en el método catártico que ideó durante su propio “análisis”: el habla como remedio curativo (the talking cure). Este procedimiento terapéutico junto al método de la asociación libre, llegó a ser fundamental para las técnicas psicoanalíticas. La princesa pone a prueba “el concepto de catarsis como una manera de dramatizar, de expeler emociones sacándole partido para capturar y mantener el interés de su interlocutor anónimo así como el del lector” (Hunter 89-101). Su narración oral se construye como una telaraña con numerosas hebras que se extienden desde la matriz estructural de su frágil yo y que se entrelazan sin significado aparente.

De ahí que en un principio (y quizá también por el supuesto “descuido de la oralidad”) el espacio textual de la narradora tenga todas las apariencias de un espacio incoherente. Ahora bien, advertimos paulatinamente que esta vacuidad y risa tonta de las que hace alarde la princesa forman parte de los recursos defensivos que ella imaginó para no dejar al descubierto, de manera inmediata, un sub-texto emocional e intelectual mucho más complejo de lo que el texto en sí parece. Dicho sub-texto, el cual corresponde a su “análisis”, va más allá del texto exomórfico. El texto exomórfico limita su enfoque a las reminiscencias nostálgicas de una mujer joven y recién casada que añora los años “dorados” de su adolescencia. Leemos un relato “críptico” cuyo lenguaje y modo de articulación narrativa obligan al lector a una labor de desciframiento y de reconstrucción de los fragmentos diseminados por el texto.

Al escuchar detenidamente a la princesa, se hace evidente cierta recurrencia en el campo temático de su narrativa, lo cual permite establecer algunas de las conexiones entre las numerosas hebras que ella ha tejido. Desde un punto de vista temático la novela se presenta como una ficción dominante, lo que Silverman define como un sistema figurativo a través del cual el sujeto—aquí la princesa—es coaptado al Nombre del Padre. Es decir, que el “significante de unidad es la familia paterna y su significante privilegiado el falo” (Silverman 34). En efecto, a lo largo de una narración exuberante que parece remitir casi exclusivamente a su yo público (su Umwelt) descubrimos, entre otras cosas, el abanico de amantes de la princesa y de sus amigas. La centralidad del tema en torno al proceso de deterioración imperante en las relaciones de los personajes debido a la violencia perpetrada por los hombres, se evidencia desde las primeras páginas de la novela. Conviene citar a continuación uno de los ejemplos sobresalientes de la “Ley del Padre” y de la coerción ejercida por los personajes masculinos sobre la princesa y una de sus amigas, la Vestida de Hombre. El tío de la princesa invita a las dos jóvenes a pasar un fin de semana en Acapulco. Una noche el tío convida a un amigo suyo, Carlos Stamantis, a jugar póquer con las dos adolescentes. La partida termina en una agresión sexual en la que ambas jóvenes son las víctimas:
Total, como a los diez minutos, tú, [Carlos] se me acercó y me dio un beso. Quiso propasarse y estuvimos luchando un buen rato…Y yo no sabía que arriba estaba pasando algo parecido…Mi tío, de pronto,…le empezó a meter mano ¿verdad? Entonces ella me dijo que cuando se dio cuenta ya le había desabrochado los pantalones. Y que ella le rasguñó y trató de pegarle…Mi tío abrió el cajón de un buró y sacó su pistola. Blandiéndola frente a elle le dijo si no te estás quieta te meto un tiro. Y puso la pistola sobre la cama, enérgicamente. La pistola. ¡Si no te estás quieta se meto un tiro! Dice ella que se le estremeció adentro, y que desde ese momento ya no articuló palabra, ni suspiro, ni sollozo, ni gemido, ni jadeo ni nada. (143-144)

Este tipo de agresión es sintomático de una sociedad falocéntrica cuya violencia física sólo representa una de sus múltiples facetas. En realidad, la logorrea de adolescente locuaz, el humor y las innumerables digresiones operan como una “cortina de humo” y disimulan un yo fragmentado en un estado profundo de depresión debido, entre otras cosas, a los estragos de un falocentrismo mucho más insidioso. Numerosos son los ejemplos que se destacan y que evidencian la presencia temática de la familia y del “falo”, elementos nucleares de la ficción dominante desde hace siglos. Ahora, bien como lo explicara Silverman "si la representación de la significación constituyen el locus en el que la ficción dominante accede a la existencia, también podrían proveer el vehículo necesario para la contestación ideológica” (48). Sainz parece querer beneficiarse de la idoneidad inherente a la práctica discursiva de poder retar y transformar la ficción dominante tal y como la define Silverman. A pesar de que la formación de la identidad y del deseo de la princesa escapa difícilmente a la ficción dominante o a la ideología de familia—“locus de la construcción ideológica del género-sexual e importante principio organizador de las relaciones de producción de la formación social en su conjunto” (Barrett citado por Silverman 49) –la princesa llega a presentar un tipo de subjetividad diferente a la que la ficción dominante tradicionalmente promueve. Como lo veremos a continuación la princesa logra esta proeza al concretizar su deseo de iniciar de nuevo el proceso de entrada en el lenguaje, creando así un nuevo lenguaje.

El texto de la princesa opera como una deconstrucción de la palabra y del lenguaje escrito como sistema: se producen desplazamientos y desalojamientos por medio de la creación de un universo semántico cuyos signos se llenan de nuevos referentes.4 Presenciamos una sintaxis decentralizada que se contrapone al imaginario literario tradicional. En efecto, la sintaxis ya no se pliega a la construcción sistemática y dominante que le impone la presencia ineluctable del sujeto, del verbo y del complemento a una oración. El fluir de las oraciones se detiene al verse éstas sincopadas y diferidas. La lógica de la narración tradicional es perturbada y desajustada.
Ahora bien, lo que más llama la atención en esta novela es el deseo que manifiesta la princesa de redefinir las condiciones de entrada en el lenguaje. Se subvierte así tanto el orden imaginario como el orden simbólico al que uno pertenece irremediablemente una vez que accede al lenguaje.5 Para redefinir dichas condiciones de entrada en el lenguaje, la princesa recurre a un proceso que en la jerga psicoanalítica se llama la introyección, proceso iniciado en la niñez pero aún no concluido. Los psicoanalistas Nicolás Abraham y María Torok definen la introyección en los términos siguientes:
Ferenczi, quien inventó el término y el concepto, daba a “introyectar” el sentido de un proceso de ensanchamiento del yo cuya condición por excelencia, según él, se encontraba en el amor de transferencia…se inicia [dicho proceso] en seguida después del nacimiento y en condiciones comparables…Los primeros pasos de la introyección se inician gracias a las experiencias del vacío de la boca además de la presencia materna. Dicho vacío se experimenta, en primer lugar, como gritos y llantos, rellenamiento diferido y, después, como situación de llamamiento manera de hacer aparecer el lenguaje; la segunda etapa es el auto-rellenamiento fonatorio, con la exploración lingual-palatal-glosal del vacío, imitando sonoridades percibidas desde fuera; por fin, como sustitución progresiva parcial de las satisfacciones de la boca, llena del objeto materno, por la de la boca vacía del mismo objeto pero llena de palabras dirigidas al sujeto. El paso de la boca llena del seno, a la boca llena de palabras se hace mediante las experiencias de boca vacía. Aprender a llenar de palabras el vacío de la boca, ése es el primer paradigma de la introyección. Se entiende que sólo puede realizarse con el constante auxilio de una madre, ella misma en posesión del lenguaje. (énfasis nuestro; 3-4)

Sin embargo, según Lacan, al acceder al orden del lenguaje o significación el sujeto entra a la vez en otro “régimen” de carencia lo que, como lo aclarar Silverman, “implica la pérdida del ser así como la subordinación del sujeto a un orden discursivo que pre-existe, excede y de manera sustancial “habla” dicha pérdida” (35). El sujeto integra, por consiguiente, el ámbito de la ficción dominante o el sistema de la “Ley del Padre”. Sin embargo, la carencia, la inevitable castración, la pérdida del ser constituyen la irreductible condición para que la subjetividad exista. De ahí que para poder hablar de dicha pérdida, de la carencia, uno necesita poder acceder a las palabras. El recurso del que se vale la princesa para “rellenar el vacío de la boca” resulta sumamente interesante ya que contribuirá ulteriormente a subvertir tanto el orden simbólico (y de ahí la ficción dominante) como el orden imaginario.

Según la definición de introyección de Ferenczi, la presencia de la madre es indispensable para llevar a cabo dicho proceso. Sin embargo, las descripciones que la princesa nos provee de su madre expresan un profundo malestar en las relaciones entre madre e hija. Oímos frases del tipo “Yo, por ejemplo, era muy unida a mi papá, porque mi mamá era una gente totalmente…Ah, cómo te diré, qué palabras nos convienen para esto…Bueno, de esas gentes con las que nunca puedes hablar porque te atacan a cada minuto” (82), o “Nunca, nunca, nunca, tú, hasta la fecha, fíjate, nunca he recibido una palabra de aliento de mi madre. Y es que es tan rara, pero tan rara” (83). Esta relación conflictiva lleva a la princesa a consultar durante su adolescencia a un psiquiatra, lo que le facilita por un tiempo la interacción con su madre.

De acuerdo con el largo párrafo citado anteriormente sobre la introyección, lo que la princesa echa de menos para poder llenar el vacío son precisamente el auxilio y la constancia a que se refieren Abraham y Torok. El papel de auxiliador es tradicionalmente adscrito a la madre. Ahora bien, a pesar de la “ausencia” de la madre, la princesa no niega la carencia; sino que persiste en tratar de introyectar su deseo, su dolor, haciéndolos pasar por el “lenguaje en una comunión de bocas vacías” (Abraham y Torok, 4). La princesa a lo largo de la novela busca la “salida de emergencia”: la palabra; es decir, emprende de nuevo incansablemente la introyección para no interrumpir el desarrollo normal de su yo. Sin embargo ¿cómo puede ser esa introyección posible sin la participación tradicional de la madre y del sistema dominante que representa el núcleo familiar?

La presencia del sueño de la princesa al final de la novela (“confirmación literaria” de la vigencia del acercamiento psicoanalítico a ésta) es fundamental para poder entender la progresión de su desarrollo psíquico. Se puede argüir que el sueño es el meta-texto de esta obra. Suplanta estructuralmente el texto que constituye la novela fuera del sueño y al mismo tiempo desempeña una función explicativa: “Los ruidos del bosque simulaban voces de otro tiempo, y en sueño retrocedí hasta mi infancia" (279). El sueño opera como la última y muy esperada etapa de una larga terapia. Junto al personaje de la madre de la princesa, el Monje es el personaje central de este sueño. Este, es el novio más enigmático y a la vez más galvanizador de la princesa, y ocupa un lugar primordial en la vida de ésta:
Pero el Monje era dulce, era tierno, tiernísimo y sabía mucho, y leía muchísimo, sólo que como era secretario de un Ministro trabajaba hasta altísimas horas de la noche y a veces los fines de semana, así que había muy pocas oportunidades para vernos…Y cuando lo hacíamos, tú, cuando estábamos juntos, todo se nos iba en hablar y hablar, y las caricias eran verbos, tú, o adjetivos o adverbios. Y sería una mentirosa si te dijera que todo lo que sé en la vida se lo debo a él ¿no? Pero le debo una gran parte…(énfasis nuestro; 183)

Con el sueño se plasma la importancia de dicho personaje: “Los brazos del Monje y su calor eran los de mi madre” (279). Estos brazos y el calor del Monje llegan a ser en su sueño los que la princesa habría querido que su madre le proporcionara. En lugar de eso, “mi madre me apartaba con ademán, me espolvoreaba tiernamente con azúcar glas esperando la oportunidad de meterme en el horno, zarpaba en coche enorme con mi padre y mi hermano, me amenazaba con la mano abierta, lista para cercenar mi cabeza en un santiamén” (280). El Monje es el que en realidad le permite a la princesa llevar a cabo el proceso de introyección iniciado por ella tiempo atrás. Representa “la garantía necesaria del significado de las palabras” en el momento en que la princesa lo admite como el sustituto de su madre a quien la princesa niega el rol de “garante”.6 Las palabras del Monje no sólo reemplazan las de la madre, haciendo que la princesa logre una introyección importante, sino que permiten “las nuevas y repetidas introyecciones” que le son necesarias para ensanchar su yo. Presenciamos un acto de transferencia que Freud explica con respecto a los sueños como “un modo de desplazamiento en el que el deseo inconsciente se expresa de una manera enmascarada a través del material que provee los residuos del preconsciente” (Laplanche 326). El desplazamiento o transferencia que se produce aquí subvierte no sólo las condiciones de entrada en el orden simbólico sino también el mismo orden simbólico cuya matriz es el falo. En efecto, el que auxilia a la princesa a rellenar la boca con palabras—o sea el vacío—es un personaje que trasciende representaciones convencionales de masculinidad, un personaje que niega el poder fálico (o la economía dentro de la cual se define la identidad masculina) y que a la vez reta la noción de diferencia sexual. En efecto, el hecho de “tener” falo no es lo que determina su masculinidad, y esto le permite a la princesa introyectar sin la presión fálica que le imponen la “Ley del Padre” y las prácticas significantes de la economía paterna. El monje no cuenta con su anatomía—al contrario de los demás personajes tanto masculino como femeninos—para ejercer control. Parece que este personaje se niega a que su identidad se base en y se limite a “un repertorio de imágenes culturalmente disponibles” (Silverman 158). Este hecho le permite a la princesa alejarse del sistema de creencias que el orden simbólico establece. Ya que uno no puede impedir la entrada en el orden simbólico, como tampoco es posible evadir dicho orden, la princesa busca subvertir desde dentro el sistema imperante sin abdicar el poder de la palabra, es decir, la esencia del ser.

Sainz ofrece una narradora en búsqueda de alternativas, una narradora que no permite que la encasillen en un trauma cuyo origen se halla en una construcción social en torno a la Ley del Padre impuesta desde siglos. “Defraudada” por su familia en los momentos iniciales de la formación de su yo, busca otra “afiliación”. La alternativa que se propone es audaz ya que el Monje—personaje descrito casi como andrógino pero sobre todo afálico—es el que la princesa escoge como paliativo para ser su garante “oral” y lo convierte en el suministrador de la identidad que tato anhelaba. La princesa, al no haber hallado una simbiosis oral con su madre o con cualquier otro miembro de su familia, acude al Monje para la formación de una subjetividad lingüística. Este tipo de desplazamiento va en contra de los papeles pre-establecidos que se imparten a los géneros-sexuales y denuncia el patrón consuetudinario en que descansan las relaciones sociales y sexuales. Una introyección perenne facilitada por un auxiliador “afálico” le permitirá establecer a la princesa un espacio intermedio (¿utópico?) que no arrojará al sujeto ni al orden simbólico pero ni tampoco lo mantendrá en el orden imaginario. Un espacio que favorecerá una constante reevaluación del orden lingüístico y del acceso del sujeto a dicho orden, un espacio en el que uno sólo podrá permanecer mientras siga introyectando nuevas palabras de manera constante.

En conclusión diremos que esta novela podría también leerse como una reevaluación de la palabra fragmentada del habla de la mujer. Mujer ya no simple “parlanchina” o “platicadora” sino en pos de un renacer lingüístico y, sobre todo, en busca de una audiencia más receptiva a un tipo de lenguaje y discurso, si no vedado, considerado como ensordecedor y estéril. La narradora-protragonista arroja al oyente-lector la narración “prolija” con la que éste asocia usualmente el habla de la mujer. Sin embargo, el mero hecho de que la voz de la princesa ocupa la totalidad del espacio narrativo, aguza la curiosidad e impele el lector a emprender un nuevo tipo de lectura. ¿No tendríamos entonces que matizar algunas de las críticas que rotuló la narrativa de la princesa como “sabroso comadreo”, “egocentrismo” o parloteo? ¿No sería más pertinente pensar en la proliferación de las palabras de la princesa como una manera de retar el orden simbólico o el Palacio de Hierro del que se halla presa? ¿Podría ser dicha proliferación el reflejo de su anhelo de poder “alimentarse” con palabras que se intercambian con el otro?

Maria Pérez de Mendiola
Scripps College
Claremont, California

Quisiera agradecer a Salvador Fernández su invitación a presentar mi trabajo en presencia de Gustavo Sainz y al propio Sainz por sus comentarios “letificantes”; y finalmente a mi amigo y colega Manuel Gutiérrez por su lectura atenta.

Obras Citadas

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